5.4.25

Nada muere. Todo cambia de forma (y al final, probablemente, te reís)

 


Nos pasamos la vida entrenando para cosas que nadie nos pidió: rendir, parecer productivos, tener éxito en algo que no entendemos del todo, pagar impuestos, la luz, el gas a tiempo. Pero no hay una sola materia que se llame “Cómo morir despiertos sin entrar en pánico” o “Cómo reconocer que sos alma y no currículum”. Y eso, si te lo ponés a pensar, es un descuido bastante serio. Sobre todo porque,  nadie sale vivo de esta.

Porque morir —y esto no es una metáfora espiritual para quedar bien con los árboles— es, literalmente, nacer en otro plano. Uno donde no te duele la rodilla cuando cambia el clima, ni tenés que pensar en qué vas a cocinar otra vez, ni discutir con tu router porque el Wi-Fi no llega al baño. 

Un plano donde, por fin, podés ver quién eras sin la interferencia de tus excusas, tu ansiedad, tu teléfono o tu necesidad de agradarle a gente que no sabe ni deletrear tu nombre.

Y ahí, en ese plano, todo se vuelve claro. No perfecto, no fácil, pero sí verdadero.

Porque te das cuenta, finalmente, que el amor no se perdió cuando alguien se murió, ni se rompió porque no funcionó, ni desapareció porque no lo supiste decir.

El amor sigue. En todos los planos. Incluso en el más desprolijo, en el más humano, en el que dijiste “ya fue” y no fue.

Y si esto te parece una locura, bueno, puede ser.

Pero decime: ¿no es también un poco loco vivir pensando que todo termina acá, donde a veces discutimos por quién lavó el plato, y otras veces lloramos por no saber por qué estamos tristes un martes a la tarde, mientras se te quema el arroz y Spotify o YouTube  te mete propaganda en medio de la playlist triste?

Morir no es dejar de existir. Es dejar de arrastrar este cuerpo lleno de claves Wi-Fi. 

Es sacarse la mochila. Es nacer de nuevo en un plano donde ya no necesitás dormir para soñar, ni hacer ayuno intermitente para sentirte liviano.

Y ahí están los que amaste. Sí, incluso esa persona que no sabés por qué te marcó tanto, aunque apenas hablaban. 

Y también están los que no supiste amar bien —pero ahora, por suerte, podés verlo sin miedo.

Y no hace falta que te conviertas en un monje zen ni que dejes todo para irte al Himalaya. Podés empezar ahora. En pantuflas. Con un poco de miedo, con dudas, con ojeras y sin mate.

Podés despertar en el momento exacto en que dejás de querer tener razón. O cuando, sin querer, ayudás a alguien sin contárselo a nadie. O cuando sentís que no entendés nada, pero igual decís gracias. Porque eso también es sagrado. Y no engorda.

Despertá. Salí del plano bajo. Del chisme. Del juicio. De lo que dijeron de vos. De las cosas que creíste que necesitabas pero que solo te pesaban. Porque como dijo Borges: “Las cosas no saben que uno existe.”

Lo más difícil  en estos tiempos de ruidos es estar presentes. En vez de correr, abrí los ojos. Porque en realidad, no nos preparan para estar conscientes. Nos distraen. Nos duermen. Nos llenan de tareas, de listas, de compras, de ofertas en cuotas.

Pero despertar no es tan complicado. Empieza así:

No hagas daño. Y no tendrás que juzgarte. Amá, y serás amado en todos los planos. 

Perdoná. Pero sobre todo

aprendé a amarte  y a perdonarte. 

Porque sólo así, los demás también podrán hacerlo. Y podrás mirarte al espejo sin negociar con tu reflejo.

Y sí, a veces da miedo. No entender nada. Sentirse solo. Sentir que no llegás. Que la vida va demasiado rápido y vos todavía no entendiste ni el instructivo básico. 

Pero igual ya estás acá. Y eso ya es un montón.

Capaz el alma no necesita retiros espirituales, sino aprender a decir “me equivoqué” sin perder el Wi-Fi.

¿Y si despertar fuera tan simple como no responder ese mensaje que sabés que no va a terminar bien?

Así que sí. Morir es nacer en otro plano. Uno mejor. Uno donde no necesitás hacer esfuerzo para amar, porque el amor es lo único que queda. 

Y todo lo demás —los trapos, los enojos, el chisme, el impuesto vencido, el grupo de WhatsApp del consorcio— simplemente… se disuelve.

“Yo soy el Alfa y el Omega”, dijo. El principio y el fin. Y también, un poquito el medio. El que está mientras lavás los platos y pensás; Bueno igual gracias.

Y si leíste hasta acá, quizás ya empezaste a despertar.

Y si no, no pasa nada. Hay más vidas. Y café, mates, libros, música, paisajes para subir el target o la puntería.

Lo demás...Sí...

lo demás ya lo pensaste vos.

Génesis

En el principio

Digo, "principio" como si eso significara algo que uno pudiera señalar con el dedo en una línea de tiempo

 —pero no se puede—

Dios creó los cielos 

y la tierra.

Sí, Dios. El problema con esa palabra es que viene cargada, como un enchufe que hace chispas. Decís Dios y cada quien saca su mochila conceptual, la abre, y te lanza imágenes como un viejo con barba, una energía cósmica, una ausencia. Algunos hasta se enojan por default. Pero bueno, pongamos que es esa conciencia primigenia que no necesitó un porqué para encender el interruptor de todo.

Los cielos

no como postal ni techo pintado, sino el primer gesto de apertura, la idea misma de arriba. Una expansión. Un deseo. Que es lo más peligroso y lo más milagroso que existe. 

El deseo, digo. Si Dios deseó —y eso ya es una afirmación loca—

entonces no estamos tan lejos. A veces uno quiere 

un té caliente en medio 

del caos 

y eso ya es parte 

de la creación.


Y la tierra,

ese amasijo desordenado,

 esa

posibilidad de caída.

Un escenario para que algo

 se derrame.

Algo como nosotros.

¿Y nosotros? 

Una nota al pie del génesis,

 tal vez. Un glitch. 

O el centro de todo, si te preguntás a vos mismo en una noche de insomnio 

y café recalentado.


Pero el principio no terminó, ¿sabés?

Sigue pasando.

En cada silencio entre dos que no se atreven,

en cada trueno que no

 avisa,

en cada algoritmo que cree

 que puede prever el amor.


El principio no fue un

 punto,

fue un pulso.

Y sigue latiendo.

4.4.25

Cuando las Estrellas se Apaguen




Cuando las estrellas

 se apaguen

 —y se apagarán—

no habrá un estallido

 ni un anuncio,

sólo un silencio nuevo,

como si el universo

 por fin aprendiera a callar.


Vos y yo quizás

 no estemos ahí,

pero alguien, 

en algún rincón minúsculo

 de lo que quede,

dirá, 

"¿te acordás de la luz?"

como si recordarla

 alcanzara para encenderla

 de nuevo.


El problema

   —me dirías

                       vos—

no es que se apaguen,

sino que no sabemos 

mirar mientras brillan.

Y entonces, 

cuando ya no estén,

vamos a jurar 

que eran distintas,

que daban sentido, 

que decían algo.


Tal vez siempre lo dijeron

pero hablaban 

en un idioma 

que no supimos oír

porque estábamos 

muy ocupados

intentando parecer

 normales.


Cuando las estrellas

 se apaguen,

no habrá un fin glorioso,

sólo un eco de todo 

lo que no dijimos,

y una sensación molesta 

en el pecho

como cuando sabés 

que deberías haber

 llamado

y no lo hiciste.


Entonces 

 —si hay un

                   entonces—

no pidamos respuestas,

sólo que alguien,

en alguna parte,

vuelva a mirar el cielo

y diga sin miedo, 

"yo también 

         me siento solo."

19.3.25

 

Acomodó la llave en el picaporte, asegurándose de que quedara en el ángulo exacto. Luego fue hacia el balcón y lo vio irse.

Volvió adentro y cerró la puerta con suavidad. Se sentó en la silla del comedor, con las manos sobre las rodillas. Recorrió la mesa con la mirada. Todo estaba en su sitio.

El mate preparado sobre la mesa.

La yerba levemente corrida. La bombilla recta.

La llave en su lugar.

Comenzó a contar.

Uno.

Dos.

Tres.

Diez.

Veinte.

Cuarenta.

Respiró hondo. Él volvería. Tenía que volver.

Así había sido la última vez.

El silencio la envolvió, pesado, conocido. Todo estaba bien. Todo estaba alineado.

Uno.

Dos.

Tres.

Diez.

Veinte.

Cuarenta.

Pero entonces, sin querer, su pierna comenzó a moverse. Un temblor, arriba, abajo.

El aire se espesó.

Se quedó helada.

No.

No.

No.

Uno.

Dos.

Tres.

Diez.

Veinte.

Cuarenta.

El mate sobre la mesa.

No.

No.

No.

No, no, no.

Algo se había roto. Algo que no podía ver. Revisó el celular.

Uno.

Cinco.

Cuarenta.

Cuarenta otra vez.

No.

No.

No, no, no.

El pecho se le cerró de golpe.

Se inclinó hacia adelante, tragó aire, pero el aire no bajaba.

Un sacudón.

No, no, no, no, NO.

La pierna tembló otra vez. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo.

Lo arruiné. Lo arruiné. Lo arruiné.

El mate sobre la mesa.

El picaporte demasiado lejos.

Él no volvía.

Se agarró las rodilla con fuerza. No, no, no.

Mañana.

Mañana.

Mañana lo haría bien.

Mañana él volvería.

Mañana.

Mañana.

Mañana.

16.3.25

La Historia que Nunca Escribimos




Me prometí a mí misma

que nunca sería como ella.

Que nunca obligaría 

a nadie a quedarse. Pero

anoche cerré la puerta, 

y cuando escuché 

sus pasos alejándose,

apreté la llave 

en la mano...

esperando que volviera.

El Abrigo de mi Padre

 


Mi Padre nunca creyó 

en la pertenencia

 de las cosas.

Las cosas, 

decía, 

son solo el puente

 entre dos almas.

Yo lo vi sacarse la campera

 bajo la lluvia,

bajar del auto 

sin dudar,

y dársela a un hombre

 que buscaba en la basura,

como si el frío ajeno 

le doliera más 

que el propio.


Lo vi sacarse 

los pullovers,

uno tras otro,

como quien deshoja

 el invierno,

dejando su abrigo 

en manos ajenas

sin pensar 

en el siguiente frío,

sin miedo 

a quedarse sin nada.


Nunca le preocuparon 

las cosas,

porque él no se medía 

por lo que tenía,

sino por lo que podía dar.


Después de su muerte,

 tomé su acolchado,

un tigre hermoso 

impreso en la tela,

y se lo puse a mi hija.

"El abuelo te va a cuidar 

de noche", le dije,

y la arropé con su calor,

como si en la suavidad 

de esa tela

quedara aún su abrazo.


Pero lo extrañaba

 demasiado.

Lo extrañaba 

en los silencios 

donde su voz afónica

ya no estaba.

Así que lo cambié,

 y me lo quedé yo.


Cada noche me cubría

como si pudiera 

traerlo de vuelta,

como si el tigre impreso

 en la tela

ronroneara su recuerdo,

como si el peso

 del acolchado

sostuviera su ausencia.


Hasta que un día entendí 

su verdadero designio.

Las cosas solo viven 

si circulan,

si encuentran otro cuerpo

 que las necesite.

Así que tomé aire, 

apreté los dientes,

cerré los ojos 

y regalé el acolchado

 que más amaba,

ese que me dolió 

hasta el alma soltar.


Pero no lo perdí.

Porque en ese instante 

supe que mi Padre

no se había ido.

Que él no estaba en la tela,

ni en el peso del abrigo,

sino en cada gesto

en cada entrega 

sin medida,

en cada abrigo 

que aún sigue circulando,

como su memoria,

como su abrazo invisible.

4.3.25

 Sos capaz de mucho más de lo que creés. Aunque tu mente —esa narradora incansable— insista en convencerte de lo contrario. No es la realidad la que te limita, sino la historia que te contás. Pero si prestás atención, vas a notar que esa voz no es tuya, sino el eco de miedos heredados, susurros ajenos que no te pertenecen.


Así que avanzá. El año empieza el día que vos decidís que empiece. La vida no se detiene sola, solo se detiene si vos la frenás. 

Porque al final, sos la dueña del aire que llena tus pulmones, del pulso de tus pasos, de cada intento, de cada vuelta de página.

Sos la dueña de todo lo que viene.

Si te aferrás a la misma página, la historia nunca avanzará. Soltá. Pasá la hoja. Escribí lo que sigue, con tu voz, con tu verdad.

Nada muere. Todo cambia de forma (y al final, probablemente, te reís)

  Nos pasamos la vida entrenando para cosas que nadie nos pidió: rendir, parecer productivos, tener éxito en algo que no entendemos del tod...