Vas a quedarte solo.
Y no porque las estrellas
lo vaticinen,
ni porque yo lo escriba,
sino porque todo apunta a eso.
Y lo sabés.
Es lógica pura
las noches vacías,
los mensajes que dejaste
morir con la cerveza,
el cigarrillo que prendés,
ese gesto cansado de apartar
el humo
que vuelve una y otra vez,
como todo lo que no resolviste.
El karma no existe,
pero si te consuela llamalo
justicia,
o equilibrio,
o algoritmo cósmico,
está bien.
Tu felicidad fue un chiste
reciclado que ya no te hace
gracia.
Tu tristeza, una notificación
a las tres de la mañana
que abriste desesperadamente.
Y ahí estás,
el humo te sube
y pensás:
¿habrá alguien más,
en este mismo momento,
mirando el humo de otro
cigarrillo
y sintiendo algo parecido?
O peor,
¿habrá alguien mirando el
humo de otro hombre,
en otro cigarrillo,
y sintiendo amor?
Tu mundo no es más que eso,
un montón de personas
corriendo para que no las deje
el tren.
Pero el tren no llega.
Nunca llega.
El cigarrillo se consume lento,
como vos.
Te hace creer que todavía hay
tiempo
para cambiar algo,
o al menos decir algo más
profundo
antes de que se apague.
O pedir perdón,
aunque no haya nadie para
escuchar.
Pero no hay tiempo.
Nunca hubo.
El ruido de lo que hiciste
es más fuerte que cualquier
palabra
que intentes decir ahora.
Ese ruido crece,
se expande,
llenándolo todo,
como el eco de las piedras
cayendo
una tras otra,
sepultándote.
Y ahí estás.
Sentado en un bar
con olor a rancio,
tomando una cerveza tibia,
el vaso empañado por tus
dedos, cansado de esperar.
El teléfono en tu mano,
como una esperanza.
Pero nadie va a contestar.
Y lo sabés.
El tren no va a pasar.
Y el humo sigue subiendo,
torciéndose en el aire.
Eso es todo.
Eso sos vos.
Y tenés miedo.