Imaginá esto, una mujer se sienta frente a una computadora vieja, en Colón, con un ventilador que hace un ruido que podría ser una vocal que se queja. Afuera el río no dice nada, pero se intuye que sabe todo. El Uruguay es hermoso.
La idea fue simple, escribir un texto que contuviera todo. Todo lo que sabe, todo lo que recuerda, todo lo que alguna vez le dolió o la salvó.
Las palabras están ahí, como un ejército somnoliento. “Sauce”, “Barbie”, “desarraigo”, “panza”, “Constitución”, "hijos", “pavimento roto”, “humo”, “boca”, “pan lactal”, “mandato”, “cuerpo”, “papá”.
Las quiere juntar todas, como quien arma una cuna de palabras para que algo no se caiga.
“Si logro escribirlo todo —se dice—, tal vez me entienda.”
Pero no hay conjuro. Cada palabra que suma parece dividir.
Cada intento de precisión la empuja al abismo del barroco, de las notas al pie, de las frases como escaleras sin baranda.
Y entonces lo siente, el castellano no es su idioma. Es su espejo.
Uno que la deja hablar, pero nunca le devuelve el rostro completo.
Recuerda a su padre —ese que hablaba como si la lógica fuera un acto de fe— y se pregunta si él también intentó alguna vez escribirlo todo.
Pero él lo decía de golpe, con voz gaspeada;
—No se puede nombrar lo que uno es, sin perder algo en el camino.
Barbie entra en la habitación, la mira, no dice nada.
Y de pronto entiende que no necesita todas las palabras.
Solo tres.
Que quepan en una oración.
Que quepan en una vida:
“Estoy acá, hija.”
Y eso, eso es todo el idioma del mundo.