Mi Padre nunca creyó
en la pertenencia
de las cosas.
Las cosas,
decía,
son solo el puente
entre dos almas.
Yo lo vi sacarse la campera
bajo la lluvia,
bajar del auto
sin dudar,
y dársela a un hombre
que buscaba en la basura,
como si el frío ajeno
le doliera más
que el propio.
Lo vi sacarse
los pullovers,
uno tras otro,
como quien deshoja
el invierno,
dejando su abrigo
en manos ajenas
sin pensar
en el siguiente frío,
sin miedo
a quedarse sin nada.
Nunca le preocuparon
las cosas,
porque él no se medía
por lo que tenía,
sino por lo que podía dar.
Después de su muerte,
tomé su acolchado,
un tigre hermoso
impreso en la tela,
y se lo puse a mi hija.
"El abuelo te va a cuidar
de noche", le dije,
y la arropé con su calor,
como si en la suavidad
de esa tela
quedara aún su abrazo.
Pero lo extrañaba
demasiado.
Lo extrañaba
en los silencios
donde su voz afónica
ya no estaba.
Así que lo cambié,
y me lo quedé yo.
Cada noche me cubría
como si pudiera
traerlo de vuelta,
como si el tigre impreso
en la tela
ronroneara su recuerdo,
como si el peso
del acolchado
sostuviera su ausencia.
Hasta que un día entendí
su verdadero designio.
Las cosas solo viven
si circulan,
si encuentran otro cuerpo
que las necesite.
Así que tomé aire,
apreté los dientes,
cerré los ojos
y regalé el acolchado
que más amaba,
ese que me dolió
hasta el alma soltar.
Pero no lo perdí.
Porque en ese instante
supe que mi Padre
no se había ido.
Que él no estaba en la tela,
ni en el peso del abrigo,
sino en cada gesto
en cada entrega
sin medida,
en cada abrigo
que aún sigue circulando,
como su memoria,
como su abrazo invisible.