El pájaro no se cuestiona nada. No se pregunta si el agua está demasiado fría o si el charco es lo suficientemente profundo como para garantizar una experiencia de baño óptima. No tiene un momento de duda existencial justo antes de sumergirse, preguntándose si está tomando la decisión correcta. Solo lo hace.
Y es posible que eso sea lo más insultante de todo esto.
Porque el pájaro no tiene la menor idea de que lo estamos observando, ni de que su pequeño acto de sumergirse en el agua y agitar las alas, está siendo diseccionado, interpretado, extraído de su contexto original para convertirse en algo más grande—algo que, si uno quiere ser completamente honesto, probablemente ni siquiera está ahí. Pero el cerebro humano hace eso. Ve patrones donde no los hay. Encuentra simbolismo en lo que solo es un animal mojándose.
La lluvia sigue cayendo, aunque "cayendo" no es la palabra adecuada, porque lo que en realidad hace es infiltrar, invadir, filtrar, saturar, convertir. No es un acto de caída. Es un acto de transformación.
El charco se expande. No como una metáfora de algo (aunque podríamos debatir eso), sino como un hecho físico. La tierra lo acepta sin pelear. Hay algo perturbadoramente zen en la forma en que el suelo simplemente cede, como si entendiera que resistirse es inútil. Lo que plantea una pregunta incómoda: ¿la verdadera fuerza está en sostenerse o en rendirse?
Y luego están las flores. Oh, las flores. En cualquier otro contexto, serían el símbolo de la belleza efímera, de la fragilidad de la existencia, del paso inexorable del tiempo. Pero ahora, empapadas, inclinadas bajo el peso del agua, parecen otra cosa. Parecen exhaustas. Como si hubieran intentado sostenerse firmes durante un tiempo ridículamente largo y, en algún punto entre la tercera y cuarta hora de lluvia, hubieran decidido que no valía la pena seguir fingiendo.
Porque eso es lo que hacemos, ¿no? Fingir que podemos soportarlo todo, hasta que un día, de la nada, el peso de lo que llevamos se vuelve demasiado y nos doblamos en un gesto casi imperceptible, pero definitivo.
Y aquí es donde todo empieza a ponerse incómodo.
Porque no es solo la lluvia. No es solo el pájaro. Es la forma en que la escena entera—este pequeño fragmento de mundo donde el agua cae, la tierra cede, las flores se inclinan y el pájaro simplemente sigue adelante—se siente demasiado real, demasiado parecida a algo que no queremos admitir.
Llueve.
Llueve.
El charco sigue creciendo, la tierra sigue absorbiendo, el pájaro sigue siendo un pájaro y las flores siguen sin saber que están siendo analizadas. Y nosotros seguimos aquí, buscando significado en lo que probablemente no tenga ninguno.
O tal vez lo tiene.
Y tal vez eso es lo peor de todo.