La noche —esa “pausa” tan saturada de silencio que uno casi cree escuchar el zumbido de su propia sangre circulando— estaba, supuestamente, en calma (y digo “supuestamente” porque la calma en medio del mar y de un Capitán en crisis con su propia existencia y su propia hambre se parece a la paz tanto como un simulacro de incendio se parece a un picnic campestre). El Capitán, mientras tanteaba las cuerdas con manos torpes y envueltas en guantes algo rústicos, desplegó las redes sobre el agua como quien viste a un maniquí en el escaparate de una tienda que jamás cierra, y lo hizo con tanto cuidado que por un instante uno habría jurado que se trataba de un coreógrafo con una delicada bailarina —pero no, era un tipo hambriento, con ojeras como medialunas y un pájaro junto a él.
El pájaro, que no se llamaba nada (o a lo mejor sí, pero jamás lo supimos), se entretenía en la proa mojada, picoteando charcos y dando saltitos que, de milagro, no lo llevaban directo al agua salada (o al vientre de un pez hambriento, suponiendo que los peces pudieran estar tan desesperados como los humanos, lo cual la mayoría de los manuales de biología negarían categóricamente, o eso creemos). Ambos —el pájaro y el hombre— esperaban algo, con la vista fija en una isla aún no avistada, como si la ausencia de señales fuera precisamente la señal de que algo estaba por ocurrir.
Mientras tanto (y aquí va la primera digresión monumental), un cardumen se paseaba a lo lejos, perfectamente organizado en una formación lateral, como si practicaran una suerte de danza silenciosa. Ellos, los peces, parecían mirar con un desdén amable al Capitán: “Ajá, este tipo está fuera de su horario y lejos de su lugar, desconociendo que los peces, de noche, rara vez picamos (en sentido literal o figurado), y sin embargo insiste”. Uno podría pensar que los peces solo hacen burbujas y a veces mueren en restaurantes caros, pero aquí, lejos de nuestras urbes, parecían comentar con sus escamas plateadas que el Capitán no tenía ni la más mínima chance de un banquete.
De pronto, y rompiendo la banda sonora del silencio (título provisional de una obra experimental que tal vez alguien ya compuso), el pájaro lanzó un grito estridente, algo así como un “KriAAK!” muy prolongado, que rebotó en la cubierta como un eco de locura. El Capitán, asustado o sorprendido, corrió hacia la proa —tropezando con redes y cables, rezando internamente para no volcar todo al mar— creyendo que el ave estaba enredada o lastimada. Pasaron segundos que parecían siglos, y cuando llegó, descubrió que el pájaro seguía intacto, en perfecto estado, con el plumaje vibrante bajo la luz lunar.
Fue entonces cuando el Capitán sintió un oleaje de alivio y, de paso, un llanto salado que corría por sus mejillas sin pedirle permiso (cual ola que sobrepasa el malecón). Entre murmullos, dijo lo único que le vino a la mente:
“Agua salada, alma lavada.”
El pájaro, como si entendiera el peso de esas cuatro palabras, cesó sus graznidos. El Capitán secó sus lágrimas con los guantes (hay que imaginar la aspereza, como pasar un rallador de queso por la cara), y quedó un rato ahí, quieto, con el pecho latiendo a velocidad de carrera olímpica, mirando fijamente a su improvisado compañero de navegación.
Fue entonces —o un poco después, admito que la cronología puede volverse difusa cuando uno se adentra en la noche marina— que el Capitán levantó la vista hacia el cielo, buscando la familiaridad de las estrellas. Las enumeró en voz alta (Orión, Casiopea, Sirio, la Cruz del Sur, etc., como se enumeran los viejos amigos en un reencuentro) para convencerse de que, pese a la deriva, todavía existía un orden, alguna suerte de GPS cósmico inquebrantable. El pájaro volvió a graznar (breve, casi un “¡eh, basta de clases de astronomía!”) y el Capitán, escalando el volumen de su propia voz, insistió con más constelaciones, hasta que ambos callaron, como si al final el silencio fuese el idioma compartido.
De vuelta a las redes, el Capitán anduvo con paso lento, queriendo ignorar el vacío en su estómago (que no solo era de comida, porque aquí podríamos hablar del hueco metafísico que a veces siente uno cuando persigue un ideal remoto —la isla, el éxito, el amor, la trascendencia— sin garantía de encontrarlo, pero no iremos tan profundo todavía). El pájaro se quedó contemplando cómo ese cardumen plateado se iba desdibujando en la distancia, y hubo un momento en que ambos seres —hombre y ave— parecieron sincronizados en la decepción: “Allí van mis peces, allí va mi cena.”
Un tiempo después (no sabemos si fueron horas, días o la eternidad compacta que a veces se siente en alta mar), el Capitán seguía reverenciando las estrellas, casi nombrándolas con un fervor de catequista, cuando el pájaro hizo algo inesperado, llegó volando con unas ramitas de lavanda en el pico —lavanda auténtica, con ese aroma que uno asocia a la relajación, la limpieza, los jabones de hotel y a una película francesa— y las dejó caer cerca de la mano del Capitán. Él, absorto en su visión lejana, apenas logró parpadear y alargar la mano. El ave se posó sobre ella, con la delicadeza de quien hace una ofrenda de paz o un preludio de amistad eterna.
Ahí se gestó un instante que uno podría calificar de “cumbre de la belleza universal,” mezclando la sal, la madera —que crujía como una anciana en rehabilitación—, el olor a lavanda (maravillosa disonancia en medio del océano), la luz de la luna y el pulso sincero del Capitán que, por primera vez, parecía creer de verdad que la isla existía.
El hombre entonces apretó el puño, como si atrapara con él la fuerza que le había faltado en otras horas inciertas (esto resonó en babor, con un crujido que traducido vendría a decir algo tipo “¡Sí, carajo!”). Fue exactamente cuando el pájaro, como si tuviera su propia epifanía, abrió las alas y partió, sin contemplaciones ni miradas atrás. Libre. Y nadie, ni siquiera el Capitán, sabría jamás lo que le costó al ave quedarse tanto tiempo acompañándolo en esa incertidumbre.
Luego —y esto ya roza la especulación novelesca— la isla apareció o no apareció, porque la naturaleza tiene un talento impresionante para borrar las huellas de todo lo que sucede cuando el hombre decide dejarse llevar por la marea. Lo cierto es que en esa disolución, en ese mar que deja de ser solo agua y deviene metáfora de la búsqueda, el Capitán encontró (o creyó encontrar) algo parecido a una certeza: a veces, la compañía inesperada (un pájaro, un cardumen curioso) puede ser más nutritiva que un festín de reyes. Y con eso, y con las constelaciones que seguían tan indiferentes y hermosas, uno podría cerrar el libro y afirmar que sí, “toda la belleza del mundo” cabe en un solo chispazo de silencio compartido.
NOTAS AL PIE
[*1] SOBRE “VESTIR” EL AGUA
No es una imagen literal (obvio), aunque si uno se pone metafórico podría pensar que las redes son un corsé que subyuga el mar, lo cual viene a reflejar la vieja tensión del ser humano intentando dominar la naturaleza. ¿Será que la queremos “vestir” (civilizar) para que no nos abrume? ¿O solo es una manera mala de pescar?
[*2] SOBRE EL CARDUMEN
Los biólogos han estudiado hasta el cansancio la coordinación casi telepática de los peces —y de los estorninos o sardinas— cuando se mueven en masa, y es un fenómeno en el que se mezclan el instinto de supervivencia y una hipersensibilidad a los movimientos del compañero. Aunque, claro, nadie ha hecho un estudio sobre el posible sentido del humor de esos peces ante las redes de un Capitán desorientado; así que quizá solo proyectamos nuestra tendencia a antropomorfizarlo todo.