No sé qué causa
que tus ojos marrones estén tristes.
Tal vez la tarde inclinada sobre la mesa,
el filo de la luz tropezando en el mantel,
el murmullo de los cubiertos
cuando nadie los usa.
No sé qué causa
que tus ojos marrones estén tristes,
pero llené la mesa de frutas,
las dispuse como planetas errantes en una órbita sin nombre.
Pensé, tal vez el color pueda suturar
las grietas invisibles de este aire.
Esperé que tocaras una,
que la cáscara tibia de una naranja
te devolviera la calidez de un sol antiguo,
como los ciegos saben ver con los dedos,
como el agua reconoce a quien la cruza
sin necesidad de mirarla.
Pensé en decir algo,
pero tu silencio ya lo había dicho todo.
Así que dejé el lado del casette girando en el aire,
como en un auto viejo,
como una canción sin letra
que aún flota en el polvo del tiempo.
Si algún día nos conociéramos de verdad,
si el hielo se hiciera agua entre nosotros
y de pronto comenzaras a cantar
una melodía sobre tu felicidad,
quizás yo, torpe,
me quedara sin palabras,
y todo quedaría suspendido en el aire,
como un acorde sin destino,
como una fruta que nunca cae del árbol,
como la luz que intenta posarse sobre la mesa,
pero nunca encuentra su sitio,
como tu voz cantando para mí,
en algún lugar donde el eco
sigue repitiendo su propio nombre.