La paz no es blanda,
no es un susurro entre las ruinas.
Se forja en la espalda tensa,
en la mirada que no se aparta,
en el puño que se cierra
pero no tiembla.
El miedo susurra,
el acero responde.
El conflicto arde primero dentro,
donde nadie mira,
donde la duda es un filo más peligroso
que cualquier espada.
El esfuerzo se quiebra en las manos,
el hambre roe los huesos
mientras la balanza inclina su peso
hacia la injusticia.
No hay equilibrio cuando unos se rompen
y otros cuentan el arroz
como si pesara menos que el sudor.
El desequilibrio no es un accidente,
es un arma.
Se afila en el silencio
de los que no tienen voz,
en la mirada baja
del que ya no espera nada.
Rompe antes de golpear,
se hunde antes de ser visto.
No se trata de alzar la voz,
ni de hablar de treguas
como quien teme al viento.
La verdadera guerra
es sostener el silencio
cuando todo exige un grito.
Pero hasta el hambre ruge.
Hasta la balanza cede.
No hay hierro más pesado
que la injusticia sostenida
demasiado tiempo.
Y cuando se rompe,
las bestias muerden sus
riendas,
las manos arrancan
lo que nunca se les dio,
las llamas ya no esperan
permiso.
El silencio termina.
Lo que viene ya no se detiene.