Un corazón que no canta
es un faro sin luz,
una brisa que no agita los
árboles,
un mar sin la memoria de sus
olas.
No basta con latir,
debe erguirse en su altura,
hacer del aire un signo,
del silencio, un resplandor.
Porque el que calla se vuelve
piedra,
piedra dormida en la hondura
del mundo.
Pero el que canta—
con su pulso, con su fiebre,
con su noche—
es la brújula de lo invencible,
en el eco de su propio incendio.