Tu mamá me pregunta
qué poema es para ella,
como si los poemas
fueran objetos tangibles,
como si pudieras abrirlos,
como si hubiera uno
hecho específicamente
para el momento exacto
en el que pregunta
y no para el momento
en el que yo dejé
de preguntarme
si escribir
servía de algo.
Pienso en decirle,
ninguno.
O todos.
O los que todavía no existen,
los poemas que no escribí,
porque estaba demasiado
ocupada contando
los agujeros del techo,
ese techo que no es realmente
un techo sino una especie
de tregua
entre la estructura de la casa
y el cielo que se filtra
por las grietas.
Y entonces
me pierdo otra vez.
Porque,
¿cómo explicarle a alguien
que los poemas
no son respuestas
y mucho menos
soluciones?
Que son más,
como esa luz absurda
que entra en la habitación
justo cuando te estás
quedando dormida
y pensás -esto es hermoso-
pero también es molesto,
y ...
¿por qué pasa justo ahora?
¿Es alguna especie
de burla cósmica?
Y entonces recuerdo,
no hay poema para eso,
señora.
No hay poema
para la gente que vive
como si la vida fuera
una lista de pendientes
interminables,
ni para los que caminan
con los ojos cerrados,
escuchando podcasts
de autoayuda
como si con eso pudieran
silenciar
el eco de las cosas
que no dicen.
Si quiere un poema,
lea el ruido de la heladera,
el eco seco de los pasos
en el pasillo cuando
la casa está vacía,
la manera en que el agua
hierve
justo antes de apagarse,
y sí, también esas marcas
de vasos en la mesa,
las que nunca terminan
de borrarse del todo,
como un recordatorio
persistente
de que todo lo que tocamos
deja una cicatriz,
incluso, si no lo queremos.
Porque, al final,
el poema no es mío,
ni suyo,
ni de nadie.
Es de esa luz absurda,
del reloj que parpadea
sin razón.
Del polvo que nunca
limpiamos
porque nadie mira allí,
y de las preguntas
que nunca hacemos
por miedo
a las respuestas.