Los políticos quieren lealtad,
como un loro quiere ser ministro de cultura,
como un violinista sin cuerdas
que cierra los ojos y jura que la gente lo escucha.
Lo dicen con la voz grave
de quien ha practicado su indignación en el espejo,
lo repiten con la certeza de un actor
que olvida el guion pero sigue gesticulando.
Los políticos quieren lealtad,
y eso da risa,
como da risa un paraguas con agujeros,
como da risa un mago
que desaparece su propia billetera
y le pide plata al público.
Hablan de principios,
de raíces,
de banderas que ondean cuando hay cámaras cerca.
Hablan de compromiso
con la convicción de un novio infiel
que dice que esta vez sí va en serio.
Algunos hacen promesas
con la precisión de un chef en un comercial de cocina:
"¡En solo cinco minutos,
resolveremos todos los problemas!"
(Y luego cortamos a comerciales).
Los políticos quieren lealtad,
pero la lealtad es un billete de lotería
sin sorteo ni número impreso,
una brújula que siempre apunta al propio bolsillo,
un contrato con letra tan pequeña
que hay que creer en él por fe.
Los políticos quieren lealtad,
y eso da risa,
como da risa un vendedor de mapas
que no sabe leer coordenadas,
como da risa una estatua
que exige ovaciones
y amenaza con demandar a quien no la aplauda.
Al final del día,
cierran la puerta,
se miran al espejo
y ensayan una sonrisa,
como si todavía fueran
los héroes de su propio cuento.
Pero el espejo,
que ya los reconoce,
les devuelve un mensaje en letras doradas:
Error 404: Lealtad no encontrada.