Hablábamos de cultura
como quien habla del clima,
con frases prestadas,
con la certeza de que nada cambia.
Las palabras flotaban en la mesa,
ligeras como el polvo en la luz de la tarde.
El mate estaba frío.
Las tazas vacías esperaban,
como bocas abiertas en un gesto de asombro,
o en la mueca de quien se da cuenta demasiado tarde.
Lo único que quieren de la cultura es un sueldo, dije.
Y supe que algo se quebró en el aire,
como una cuerda floja que nadie ve,
como una grieta en el vidrio
que solo se descubre con la última luz.
Él se calzó la mochila,
como quien ajusta un peso antiguo,
como quien se viste con una duda
antes de salir.
No dijo nada.
Miró el mate, miró la puerta,
miró sus propias manos,
como si buscara en ellas
las llaves de su casa,
o una respuesta que ya no existía.
El viento arrastró papeles
por la vereda vacía.
Un perro bostezó sin prisa.
Nada en la calle supo que él se iba.
Cuando se fue,
su sombra quedó unos segundos más en la silla,
después se disolvió,
como un eco que no encuentra dónde posarse,
como un hilo de voz
que nadie termina de escuchar.
Y el mate, frío,
siguió sobre la mesa,
con la quietud de todo lo que no se dice,
con la persistencia de todo lo que,
en otra mesa,
con otro mate frío,
alguien volverá a repetir.