La primera vez que lo vi,
estaba parado en un salón gigante,
con sus ojos hermosos,
como desorbitados,
mirando algo que nadie más veía.
No porque lo eligiera,
pero él estaba ahí,
como la piedra en el cauce
como la sombra en la pared
sin razón ni pregunta,
No porque no lo amara,
porque todo lo que amaba de él
era a él mismo.
Su forma de estar en el mundo,
su manera de existir
como si le pesara el tiempo.
Me preguntaste ¿por qué él?
y no supe responderte.
Porque el amor no se explica
como el río no explica su cauce
como el fuego no justifica su ardor.
Me dejaste hablar y hablar (y hablar),
y en medio de mis palabras
deslizaste una sola frase:
—No me olvides—
Te contesté —Jamás—
Y seguí hablando de él.
Me pediste que no te olvide,
porque sabés que el amor crudo
el que no suplica, es lo único que salva
cuando todo lo demás se desvanece.
Nos enseñaron el amor así
como la herida antes de la cicatriz
como la certeza de que
al final,
todo lo que se ama
se ama solo una vez,
y nunca de la manera
en que se quiso amar.
—Te dio ganas de ser él por un momento—
De sentir que alguien te ame así
y me dio pena.
Después seguí diciendo
del río que sigue sin nosotros.
del viento que mueve las hojas,
pero no vuelve sobre su sombra.
De la luz que cae en el mismo ángulo,
sin urgencia,
sin memoria.
Y de mí que sigo en pie
como si el mundo
todavía me estuviera sosteniendo.
Pero el mundo no sostiene a nadie.