Las hormigas se comen las sobras de la cocina,
sin urgencia, sin memoria.
Van y vienen,
siguiendo un camino
que no marcaron ellas,
pero que es suyo.
No saben qué fue
lo que ahora es migaja,
si pan, si fruta,
si el resto de algo que alguien quiso
y dejó atrás.
No se preguntan por la mano
que partió el pan,
por la boca que no terminó de masticar.
Solo siguen,
en fila,
como si siempre hubiera sido así,
como si el mundo
les debiera
esas migajas.
Las veo en la mesada,
en la línea de sombra
que deja la tarde en el suelo,
suben por la taza,
siguen una ruta ciega
como si al final hubiera algo
más que el final.
No las ataco.
Borro sus caminos con un dedo,
cierro la tapa del azúcar
como quien clausura una puerta
que nadie cruzará.
Apago la luz,
prendo el agua para el mate.
Me siento en la mesa limpia,
como si la mesa pudiera ser
otra cosa más que eso,
un espacio vacío
a la espera de algo
que inevitablemente regresa.
Y sé que mañana
volverán.
Como yo.
Como todos.
Como si siempre hubiera sido así.
Como si en realidad
nunca nos hubiéramos ido.