Los edificios se apilan,
siguen la línea del horizonte
como libros cerrados,
como piedras puestas
una sobre otra
por manos que ya no recuerdan
por qué.
El tráfico avanza,
como un río que nunca supo
de cauces ni descanso.
Autos en fila,
faros que parpadean
como estrellas cansadas,
como si la noche estuviera abajo
y no en el cielo.
Las bocinas hablan
un idioma sin pausa,
pero nadie responde.
Solo el semáforo,
con su verdad repetida:
verde, amarillo, rojo,
otra vez,
como el tiempo sin sombra,
como el sol sin estaciones.
Las ventanas reflejan el día
pero no lo guardan.
El humo de los motores
sube,
se mezcla con el viento,
y desaparece,
como si la ciudad
respirara su propio olvido.