Hay una casa con puerta verde
que amo,
pero nunca es mía.
Paso frente a ella
como quien pasa frente a un recuerdo
que no le pertenece.
Las ventanas reflejan la tarde,
pero no la guardan.
Las paredes sostienen historias
que no cuentan nada.
Alguien la habita.
Alguien enciende luces
cuando la noche llega
y cierra las cortinas
como si cerrara los ojos
a lo que está afuera.
Pero yo sigo ahí,
en la vereda,
mirando la puerta
como si pudiera abrirse,
como si el verde
fuera más que un color,
como si, al tocarla,
la casa me reconociera.
Y cuando me voy,
cuando la calle se pliega
sobre mi sombra,
cuando la ciudad se disuelve
en pasos ajenos,
la casa sigue ahí,
intacta,
como el eco de algo
que nunca se dijo,
como la sombra de un árbol
que nunca estuvo,
como si el verde no fuera verde,
sino solo la memoria
de un color
que nunca existió del todo.
Y entonces,
cuando ya no estoy,
cuando ya no miro,
cuando la puerta verde
es solo parte de la noche,
sigo ahí,
como un pensamiento olvidado
en la casa de alguien más.