7.8.09

La pena de las mujeres

El ojo abre la vendimia de poetas que rezan oraciones
una y otra vez para encontrar atajos de ciudad
que humea un hartazgo parecido
al encadenamiento de los pensamientos.


Cárcel de constelaciones donde las mujeres
no pueden mirar arriba de sus hombros.


La ciudad se vuelve en contra cuando amasan
sueños de cielo con las manos y en las catedrales
son sólo un instrumento de procreación.


Con una boca hermosa tragan de a poco
lo digno que les queda, así son las mujeres con sus penas,
así es como todo tergiversa el río y el aire huele
a espanto en heridos umbrales de las casas.


Ellas despegan los labios de la mesa
para empuñar misterio en los parajes,
alertas al tanteo soberbio del séptimo día,
increíble vuelo mortal de estupidez.


Las mujeres de ojo milenario con una prole larga
desenvainan tiempo en torbellinos y de repente
todo el sistema solar pende de un hilo.


En mi ciudad de barro desarman la pena,
la cuerean, para comerla cruda, lo que siempre falta
es explosión de tiempo, centésimas para cazar
incrédulas serpientes con la mano.


Más hondas de exceso en las miradas
que ciñen por todos los costados
cuando la metamorfosis de la naturaleza
derrocha su auge en la memoria.


En un sonido noctámbulo de pájaros
que bailan al ojo del amo para engordar ganado.


Así, galopan descalzas sobre la uva creada
con nombre de reencarnación donde los hombres
esperan vertiginosos la caída y compran la pureza
que yace en ellas con plantaciones de palabras
errantes parecidas a la lluvia en forma horizontal
como un reloj que baila, haciéndolas llorar, allí en lo oscuro.